La escencia de lo decorativo - Nora Aslan
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La escencia de lo decorativo

Un recorrido por las imágenes de Nora Aslan

Lucas Fragasso
Bs. As. agosto 2003

 

I
Alguna vez el proceso de mirar un cuadro tuvo la pretensión de legitimarse en los poderes atribuidos a un instante excepcional. Ese instante encerraba la capacidad de percibir las obras de arte visuales, de modo repentino y preciso, como una forma plena de sentido; de fundar el lugar de una pura inmediatez visual entre la mirada y lo que miramos, sin grietas ni lugares vacíos. Exigía, como condición para esa realización sin fisuras, aniquilar el «ojo interior» que siempre amenaza contaminar la pureza de la mirada. En otras palabras, se necesitaba suspender el tiempo y despojarse del cuerpo para garantizar la consistencia de la forma. Solo de ese modo se abriría el verdadero espacio de la visión donde habitaba la escencia de imagen.
Pero al lado de este «ojo sin cuerpo» basado en la opticalidad pura, lo amorfo, lo informe, la alteridad, también hicieron valer sus derechos. En el campo concreto de la visión, simultáneamente a la pasión por la forma y esgrimiendo otras razones no menos verosímiles, irrumpió la descomposición de la forma. ¿No es también la mirada un acto de desfiguración, de alteración y descomposición de lo configurado?¿No funda la mirada un lugar donde lo corporal – la naturaleza tanto externa como interna- manifiesta su lamento por todo aquello que se le obligó ocultar, reprimir, negar, y por las infinitas heridas que se le han infligido? Llevar la visión, el más teórico de los sentidos, hacia su dependencia de lo naturalmente relegado y descalificado es borrar los límites de la integridad de la forma. Allí el mutismo de la naturaleza sometida a violencia, a desfiguración carente de nombres, inicia su fantástica danza de significaciones sin fin.

En las obras de Nora Aslan, la mutua pertenencia constitutiva entre la pasión por la forma y el «ojo interior» encuentra el ámbito propio para desplegar sus vertiginosos recorridos y, precisamente por ello, exigen un peculiar ejercicio de la mirada.
Lo cierto es que en ellas la mirada, sostenida por las contradicciones y negociaciones entre lo informe y la forma, se ve obligada a construir el espacio visual de la obra mediante violentas ambigüedades e imprecisiones que permanentemente cuestionan sus propias identificaciones. Por lo tanto, debe admitir que su tarea deviene necesariamente en una construcción imperfecta de lo visto. En esta situación la desventura de la mirada se vuelve insoportable. Su desventura no procede de la imposibilidad de acceder aquello que se le ofrece sino del hecho de estar necesariamente comprometida, involucrada y arrastrada hasta en sus más íntimos estratos con las imágenes que se le enfrentan, mediada totalmente con ellas. De ese modo, las composiciones y descomposiciones que la atraviesan, instalan una heterogeneidad de lo visual que, como diría J. Derrida, ya no es simplemente oposicional.

En la medida que esa heterogeneidad constituye el fundamento propio de las imágenes, la desventura de la mirada se erige en protagonista indiscutible.
La mirada identifica formas y movimientos que se entrelazan en un compacto tejido, pero intempestivamente se transfiguran en negras profundidades donde titilan ojos salvajes que devuelven una luz petrificada por el miedo. En la misma obra, flores siniestras, elementos orgánicos en descomposición, negros y rojos oscilantes, se revelan paulatinamente como los verdaderos materiales del tejido, de modo que su apariencia de consistencia se muestra en realidad rasgada y dañada por una violencia irreparable.
Una rigurosa trama geométrica en movimiento aparece construida por elementos tan heterogéneos como la circulación de una «montaña rusa» sin destino entre aglomeraciones de serpientes.
Un círculo negro, con la belleza de una joya, se abisma en una profundidad monstruosa amasada con extraños insectos prehistóricos.
Un suelo de mosaicos veneciano se expande hacia la mirada del espectador metamorfoseándose en un nudo de serpientes que amenaza cubrir toda la superficie del cuadro, en un movimiento que hace imposible establecer la diferencia entre ambos.
Otro piso de mármol se resquebraja como cáscara de un huevo originario permitiendo la aparición de angustiantes grupos de cabezas de pájaros que parecen formar parte de su estructura.
Telas circulares donde lo microscópico deviene ornamental y viceversa.
Tejidos compactos, tramas geométricas, mosaicos. formaciones microscópicas
Todo habla de una heterogeneidad no oposicional entre ornamento decorativo y caótica proliferación de una naturaleza violentada y monstruosa.

 

II
Desde siempre el ornamento decorativo ha sido el modo de prescribir un recorrido a la mirada y apaciguar su desventura, puesto que implica el desarrollo previsible de un patrón
figurativo. Pero en las imágenes de Nora Aslan lo decorativo adquiere funciones inesperadas y cobra nuevos sentidos.
Antiguamente el sentido y función de las imágenes descansaba en su pertenencia a un determinado lugar. De ese modo formaban parte de la memoria del lugar, puesto que lo pasado permanecía registrado en todos sus detalles, visible en el presente y documentando el paso del tiempo. Cada imagen pertenecía a su mundo y era inescindible de él. Parece entonces evidente y natural que se le haya otorgado a la arquitectura el título de madre de las artes. En tanto ella da forma al espacio delimita el lugar para todas las formas, desde las artes plásticas hasta la ornamentación. Además proporciona el lugar donde acontece la poesía y produce los escenarios para la música, la mímica y la danza. Pero lo realmente decisivo es que la arquitectura en tanto «potencia configuradora» de lugar – sostiene Hans-Georg Gadamer- todavía hoy mantiene su hegemonía, puesto que sigue prevaleciendo la vigencia de su punto de vista. ¿En que consiste ese punto de vista aún vigente? La respuesta de Gadamer no deja ser curiosa y si se quiere inesperada: en la decoración. Y esta respuesta debe ser explicada. Desde la escultura a la ornamentación todo recibe la impronta de la «escencia decorativa» de la arquitectura. La arquitectura comprende todos los puntos de vista de la conformación del espacio, pero todo lo que surge en esos espacios, pintura, escultura, danza, música, teatro, escenario, merece el curioso nombre de decoración. Esto significa que incluso la obra más cerrada sobre sí misma, más independiente de su contexto, no puede sustraerse a la decoración desde el momento que pertenece o remite a algún espacio. También Ernst Gombrich, desde una posición diferente, parece decir algo similar cuando sostiene que la arquitectura es el «terreno de prueba para la decoración», pues en ella se hace evidente la «fructífera tensión entre jerarquías funcionales y ornamentales».
Hace mucho tiempo que la lógica de las imágenes entendida como memoria inscripta en sus lugares propios de pertenencia estalló en mil pedazos. Los árboles genealógicos se han despedazado literalmente y la estructura referencial de cualquier imagen de arte se mantiene, a lo sumo, sólo como presuposición de algo ausente, inexpresable o impresentable. Sin embargo la imagen, incluso la imagen contemporánea, sigue siendo decoración, en el sentido que le da Gadamer, en tanto la mirada es atraída y capturada por los mecanismos autónomos de la específica producción de la imagen y, al mismo tiempo, apartada y proyectada hacia el conjunto más amplio del lugar configurado donde acontece. Es decir, que remite necesariamente a algún lugar, a un espacio experiencial en el cual se produce el encuentro con la mirada y acontece propiamente la experiencia estética. Dicho de otro modo remite, a un «mundo», instala un «mundo», aun cuando el mundo en el cual vio la luz por primera vez haya desaparecido. Decoración no ese entonces un género menor o una denominación peyorativa, es una clase de mediación sin el cual ninguna obra posee verdadera actualidad: sin esa mediación entre la pura forma y lo amorfo, la experiencia estética permanecería abortada, no podría acceder al mundo de la experiencia y quedaría relegada a una mera vivencia sin lugar ni tiempo o, por el contrario, permanecería abrumada por la desventura de una errancia sin fin.
Por eso, como ha observado Gombrich, la decoración es también algo rigurosamente formal: un caso especial de superposición de un patrón con respecto a otro, de modo que ambos aparecen articulados «de un modo generalmente pronosticable»

 

III
La escencia de lo decorativo, en ese preciso sentido, trabaja silenciosamente en todas las obras de Nora Aslan y sustenta su extraña belleza. Son decorativas puesto que ellas se muestran como ornamentos formales que parecen contener en sí su desarrollo posterior y por lo tanto sugieren la apariencia de lo «pronosticable». Pero se quiebran inmediatamente cuando la mirada se sumerge en el pavoroso lamento de una naturaleza dañada hasta en sus más profundos estratos. Ella adquiere, mediante acumulación y yuxtaposición de lo desvastado, la apariencia de monstruosas deformaciones, de metástasis irrefrenables, se transfigura en territorio de la descomposición.
Los acontecimientos que surgen de esta especie de lógica figurativa no están prefigurados por un espacio previo, no hay mirada que pueda anticipar el lugar donde algo se despliega, todo es instantáneo y simultáneo, nada cae en un espacio puesto por adelantado. Las serpientes que surgen del piso de mosaico son la consecuencia de formas que de alguna manera posibilitan la continuidad entre ambas. No hay terreno a-priori para las flores carnívoras muertas que cavan su propia profundidad. El lugar y el acontecimiento son simultáneos. Simultáneos y diferentes.
Todas y cada una de las obras nos remiten a un «mundo»: el mundo de la imposible reconciliación con nuestra naturaleza violentada. En ellas la escencia de lo decorativo sigue siendo potencia configuradora de espacio, sigue generando la fructífera tensión entre ámbitos heterogéneos no oposicionales.

 

Algunos de los conceptos utilizados en el texto provienen de:

Rosalind E. Krauss, The optical unconscious, MIT Press, Massachussets, 1994

Hans-Georg Gadamer, Wahrheit und Methode, Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck) Tübingen, 1986

E. H. Gombrich, El sentido del orden, trad. E Riambau i Saurí, G. Gili, Barcelona, 1980

Jacques Derrida. Elisabeth Roudinesco, De quoi demain… (Dialogue), Fayard, Galilée, Paris, 2001